El joven Shakespeare buscaba un taquillazo, un melodramón de venganza y degüello,
Una vez remontada la escarpada cima del dolor, Alberto Sanjuán ya puede remansarse en una locura cósmica
en la línea de la Tragedia española de Kyd y, sobre todo, de El judío de Malta, de su envidiadísimo
Marlowe. Con Tito Andrónico consiguió su primer gran éxito: fue una de las obras más representadas
de la época. Luego le negaron la autoría: aquella empanada de horrores no podía ser suya. Que si
fue un encargo, decían unos, como si no hubiera escrito nunca a medida; que si George Peele pergeñó
el primer acto, decían otros. El caso es que Tito no fue “recuperada”hasta casi dos siglos más
tarde, cuando los estudiosos comenzaron a trazar el árbol genealógico: Tito es el abuelo de Lear;
Aaron desciende en línea directa de Ricardo III y anticipa a Yago en su maldad químicamente pura,
sin justificaciones. A mediados del veinte, Peter Brook se dijo: “¡Artaud, Artaud! ¡Teatro de la
crueldad, cincuenta kilates!”. Siempre se exagera por un lado o por otro, quizás por contagio: Tito
es excesiva en su retórica y un tanto mecánica, casi autoparódica, en su acumulación de atrocidades,
pero tiene pasajes maravillosos y una formidable energía inventiva, una locura burbujeantemente
juvenil, caliente y espumosa como, justo, la sangre recién derramada. Animalario, a las órdenes
de Andrés Lima, ha abordado su nuevo montaje (en el apropiado Matadero, tras su presentación en
Mérida) con sensatez esencial, sin coloraturas “modernas”, y con una loable ambición: yo diría
que es la versión más completa (casi tres horas) realizada en España, a cargo de Salvador Oliva,
que ya firmó la traducción al catalán del estupendo montaje de Rigola hará casi diez años. La escenografía
de Beatriz San Juan es sencilla y eficaz: un giratorio circular, con baldosines romanos, que se acelera
como un carrusel cada vez que el espanto se desboca. Un manto de hojas secas lo convierte en bosque, y
un mantel blanco, en mesa del convite fatal. En el centro hay un pozo, sumidero o boca del infierno
que se traga a los fiambres. A izquierda y derecha, un trompeta (Raúl Miguel) y una chelista (Aurora
Martínez). Música sobria, sin grandilocuencias. Durante la primera parte se diría que Lima está
un poco con el culo entre dos sillas, sin acertar, en mi opinión, en la graduación de la sangría,
frenando el pedal del pathos y con extraños acelerones burlescos. El desmadre lo encarna Tomás Pozzi,
un actor que es la quintaesencia de la energía mochales (algo así como Ulises Dumont on speed) y
cuyo Saturnino, que alterna con Javier Gutiérrez, podría llamarse Caligulín o Peroncito: muy divertido,
pero no sé si era necesario hacerlo tan pasado de vueltas. El villano Aaron (Fernando Cayo), por
su parte, recuerda al Frank Furter de Rocky Horror Show: las muecas y el maquillaje a lo Kiss ayudan
mucho. Y se diría que Alberto Sanjuán duda largamente entre interpretar a Tito Andrónico como un
venerable carlista vasco,un boxeador sonado o Robocop. Su primer gran monólogo (“tierra, no bebas
la sangre de mis hijos”) es espasmódico, artificioso, con escasa emoción, muy lejos de su espléndido
Sade. Enric Benavent (Marcus, hermano de Tito) está envaradísimo y no logra sacar adelante la larga
tirada que sigue a la violación de Lavinia, aunque hay que reconocer que el envite se las trae:
Muñoz Seca parodió, con justicia, momentos similares en el “qué lindo tiempo perdí” de Don Mendo. Y
falta ferocidad en Demetrio (Luis Zahero) y Quirón (Alfonso Bergara), los violadores/mutiladores
de la hija de Tito.
Así las cosas, el gato al agua se lo llevan limpiamente Nathalie Poza una Tamora sensual, suculenta de perfidia, con una dicción curiosamente cercana a
los ritmos de Blanca Portillo, y Elisabet Gelabert, cuya Lavinia, clara y emotiva, es uno de los
mejores trabajos que le he visto. La segunda parte es un subidón colectivo. Una vez remontada la
escarpada cima del dolor, Alberto Sanjuán ya puede remansarse en una locura cósmica, más helada,
más plausible, y más descansada para el oído. La energía de esa demencia le libera también de la
gestualidad de abuelete robótico, que troca por un perfil de hidalgo alucinado. En esa meseta,Tito
se “leariza” a pasos de gigante, y Sanjuán alcanza grandes cotas: el bellísimo pasaje “si hubiera
alguna razón para mis desgracias”, la escena de la mosca o el sublime momento en que ordena arrojar
flechas al cielo (aquí piedras, no sé por qué) con mensajes para los dioses, seguida de la irrupción
del rústico (Julio Cortázar,hasta entonces un soso Bassiano, y ahora hilarante), inequívoco toque
shakesperiano. También Fernando Cayo sube muchísimos enteros porque tiene más carne que mascar.
Su Aaron revela las esencias de Marlowe (mitad Barrabás, mitad Tamerlán en su arrogancia demoniaca:
“Si alguna vez se me ocurrió una buena acción, me arrepiento de ella con toda mi alma”), pero Shakespeare
le concede orgullo racial (“el negro vale más que todos los colores, pues desdeña recibir cualquier
otro”) y esa conmovedora pasión por su hijo recién nacido: pedazo de personaje. Hay una escena que
siempre suele suprimirse o dejarse en los huesos (el último y fallido engaño de Tamora y sus hijos) y
que Lima no lima, felizmente: está muy bien servida por el tándem Poza/Sanjuán, y Zahera y Bergara
consiguen al fin la temperatura adecuada. En ese último tercio me llamó la atención el trabajo de
un joven actor de la RESAD, Juan Ceacero,que interpreta con aplomo y fuerza a Lucio Andrónico, el
sucesor de la saga. La masacre final suele ser, nunca mejor dicho, un plato servido: el director
centrifuga literalmente la espiral de violencia, aunque para mi gusto se queda corto de sangre.
Quien dice sangre dice nervio, músculo y tripa (carencias, ya digo, de la primera parte), pero
también en sentido estricto y general. La contención siempre será bien recibida en esta casa, si
bien Tito Andrónico es de las pocas obras que piden a gritos manchar un poco los manteles, y sentir
los tajos, y ver emerger el pastel caníbal del hoyo: un Tito exangüe es, disculpen el pésimo chis-
(ya llevo dos: va a se el calor) un Tito aguado un Tito de verano