domingo, 20 de abril de 2008

La Pesca . . . Ricardo Bartis


Una vez más, Ricardo Bartís ( Postales argentinas , El pecado que no se puede nombrar , De mal en peor ) sorprende, intriga, deslumbra. Parientes cercanos de Vladimiro y Estragón, y de los marginados de El cuidador , de Pinter, los protagonistas de La pesca son, sin embargo, entrañable y patéticamente porteños. Dolorosamente porteños. René y don Atilio, fanáticos de la pesca, arrastran a Miguel Angel a una aventura nocturna: explorar en el subsuelo de Buenos Aires -ahí nomás, a un paso de donde se representa la obra, cerca del entubamiento del Maldonado- el antro donde años atrás funcionaba una escuela de pesca, La Gesta Heroica. En el lugar abandonado queda lo que parece apenas un charco, un estanque pequeño, pero de profundidad insondable, donde, según la leyenda popular, siguen reproduciéndose las tarariras antaño usadas en la escuela para practicar, ahora mutadas en una especie agresiva, la tararira "titán", que sería antropófaga. La atmósfera inquietante sugiere la ciudad subterránea de túneles, cloacas y pasadizos, por encima de la cual vivimos sin pensar en las tinieblas de allá abajo y sus siniestras criaturas. Las andanzas de los tres evocan tanto la inolvidable travesía en la noche porteña, descripta por Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres , como también las estrafalarias empresas de las criaturas de Arlt (autor a quien Bartís conoce muy bien) y el Informe para ciegos de Ernesto Sabato.

Pero la trama de La pesca es muy original. A los tres exploradores tal vez los une una de esas amistades enfáticas, tan nuestras, nacidas en el café, a partir de pura abulia, indefensión y fantasía pronta a embarcarse en cualquier sueño delirante que prometa, mágicamente, riqueza y lujuria. El anciano don Atilio, ya con un pie del otro lado (cardíaco, asmático, operado de cáncer de colon), es el maestro indiscutido, sabedor de todas las triquiñuelas del oficio. René, joven todavía, es el más cultivado (por su discurso desfilan las cuevas de Altamira, los vocablos homófonos, la luz de estrellas ya muertas pero que aún recibimos), el más sensible, el enamorado en vano de una tal Alicia, que es hija o hijastra de don Atilio. Miguel Angel, neófito en cuanto a la pesca, comerciante al parecer próspero, oculta bajo el saco y la corbata (el único así vestido) a la bestia urbana pronta a resolver los conflictos por la violencia.

Amo y esclavo

La pesca parece, entonces, apenas un recurso para solventar quién manda a quién, el juego eterno del amo y el esclavo. También es el pretexto para conversaciones erráticas, en las que no se trata de comunicarse con el otro sino de exponer la pavorosa soledad que asedia a cada uno ("a mí me encanta estar solo", confiesa René, aunque también asegura que muere por la famosa Alicia). De ahí la inconsecuencia de estos diálogos de sordos, inmensamente divertidos (tan aguda es la sensibilidad de Bartís para el habla cotidiana), que incitan a la risa y son, a la vez, de una tristeza profunda. Con destreza, el autor y director enhebra una situación tras otra, de impresionante teatralidad -hasta los prolongados silencios son significativos-, pues cierran cada vez más el cepo de la angustia y la desolación, hasta un desenlace cuya potencia dramática nos deja estupefactos.

Maestro indiscutido de actores, el autor y también director extrae de su elenco interpretaciones impecables: nos aventuramos a pronosticar que Machín, Boris y Defeo están recreando personajes que se incorporarán al imaginario público. Contribuye a la excelencia del espectáculo la admirable ambientación de Norberto Laino, con las luces sugestivas de Pastorino: un antro sombrío, en extremo realista y a la vez misterioso, un verdadero círculo infernal.

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