sábado, 2 de agosto de 2008

La Zaranda: la última sonrisa


Intensos y conmovedores, los actores generan momentos de alegría y de tristeza

Los que ríen los últimos, por el grupo La Zaranda. Intérpretes: Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez. Textos e iluminación: Eusebio Calonge. Producción general: Sebastián Blutrach. Dirección y espacio escénico: Paco de La Zaranda. En el Teatro Nacional Cervantes. Duración: 75 minutos.
Nuestra opinión: muy buena

Nuevamente llega el grupo La Zaranda, cargando sus sueños y frustraciones, para mostrar su última producción, Los que ríen los últimos . Se podría decir que los protagonistas son tres payasos, melancólicamente decadentes. Pero no es así. La esperanza, los sueños, la añoranza por un ayer glorioso son los grandes protagonistas de esta historia.

Los tres personajes, que parecen extraídos del universo beckettiano, abrumados por la indiferencia de los demás, los años impiadosos y el cansancio de los desahuciados, recorren con sus bagajes un camino que parece conducir a ninguna parte. "¿Adónde vamos?", pregunta uno de ellos. "Adonde se tenga que ir", contesta otro muy seguro. "¿Qué vamos a hacer?" "Lo que se tenga que hacer", diálogo que se repetirá durante el espectáculo. No se trata de esperar a Godot, sino de continuar transitando, aunque ese camino, ya globalizado y tan ajeno, los ponga frente a paisajes desconocidos y desagradables. Ante esta contingencia, sólo cabe invocar los recuerdos de felicidades pasadas, que ya no tienen lugar en el presente, y rescatar los sueños que no se cumplieron. "Los sueños que se cumplen no son sueños", dice el guía.

Cuando todo parece perdido; cuando no se llega a esa encrucijada tan anhelada que los conducirá hacia la pista central, sólo cabe rebelarse con aquello que mejor saben hacer: vestir sus trajes de payasos, maquillarse y dar la última función, aunque más no sea para hacer reír a la muerte.

Todo un cuadro

Con su estética tan particular, cargada de atmósferas goyescas, el grupo supo resumir con pocos y precisos elementos todo el espacio escénico, contenido hábilmente por una iluminación plena de matices. Complementa esta hechura la música, con fuerte resonancias hispanas.

Allí, los actores vuelcan toda la decadencia de sus criaturas. Es una interpretación tan integrada, tan verosímil, que por momentos se borra el límite entre realidad y ficción. Son gestores de la vida, con momentos de tristezas y de alegrías. Son conmovedoramente patéticos, sin reparos en mostrar actitudes seniles o infantiles, según la circunstancia, quizá para subrayar lo que hay de niño en cada hombre y que se trata de ocultar.

La constante evocación de la figura paterna no hace sino señalar la soledad y el desamparo del ser humano en sus últimas etapas, frente a la adversidad y a una realidad que no se entiende o no se reconoce.

En esta oportunidad, Paco de La Zaranda sólo asume la responsabilidad de la dirección y espacio escénico, y lo hace sin perder la estética de este grupo que logra instalar en la escena valores pictóricos de gran belleza. Simplemente, para contar historias pequeñas de hombres que adquieren la grandeza de una proyección universal, cuando se trata de los verdaderos valores humanos, aunque sea con la nostalgia de un sueño que siempre se escapa de las manos.


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